sábado, 9 de mayo de 2020

María. Concurso #NuestrosMayores


María era una persona médicamente sana y, como tal, tenía muchos problemas.
El principal era que había decidido rendirse.

Fácil juzgar sin conocerla, claro.

María no había pensado en esa posibilidad jamás. Bueno, sólo en una etapa de su vida, justo antes de tener a Mónica, cuando todos los intentos de ser madre habían sido fallidos.

Ser madre era el mayor sueño de María, junto con el de ser bailarina. Se decía a sí misma que sería madre y que nunca abandonaría a su bebé, que nunca pasaría por lo mismo que ella.

Porque María, ante todo, había sido una persona con suerte. Pudo estudiar danza y viajar con compañías, bailar ante el público. En cada vuelta, en cada pas de bourré, en cada grand battement, sentía que algo la movía por dentro, le alegraba el corazón.

Y sintió lo mismo cuando lo vio a él. Manuel, un muchacho alto, desgarbado, que había emigrado para buscar un oficio. La primera vez que se vieron él sirvió la mesa donde María comió después de su actuación en un pequeño teatro de París.

Conectaron al momento, él se quedó prendado de la vibrante aura que desprendía aquella chica de ojos como almendras bañadas en caramelo.

En su primera cita, él le regaló al despedirse un papel algo arrugado. María no sabía en qué momento, pero Manuel le había pintado un precioso retrato, con las palabras "los ojos más bellos del mundo". Ese era la verdadera pasión del joven: pintar el mundo, y ahora, pintarla a ella.

Y el amor hizo el resto. Pocos meses después volvieron a España, con la intención de casarse y formar una familia.
Pero los padres de María no estaban de acuerdo. No habían invertido tanto en ella y su educación para que la echara por la borda con un desgraciado que no tenía ni familia ni donde caerse muerto. Y encima pintor. ¡Faltaría más!

Los jóvenes se plantaron en su decisión, y ésta fue más firme cuando María se quedó embarazada. Todo parecía de cuento de hadas.

Así que se casaron, y empezaron a buscarse las habichuelas, porque los padres de María decidieron desaparecer si ella seguía adelante con todo, y así fue. Y el domicilio de los padres de Manuel hacía ya tiempo que era el cementerio.

Al principio fue difícil, los ahorros de ambos apenas daban para un pequeño hogar con muchas carencias en un pueblo alejado de la mano de Dios. Y es que España no estaba en su mejor época, la guerra apenas había pasado, dejando hambre y muertos. Y artistas es lo que menos parecía necesitar en ese momento.

Pero poco a poco todo fue hacia delante. Todo, menos el embarazo de María. Embarazos improductivos, uno detrás de otro. Fue una etapa difícil, ninguno estaba preparado para eso.
Si no llega a ser por Manuel, María habría tirado la toalla.
Pero él le recordaba siempre que todo valía la pena si estaban juntos, que sus corazones estaban contentos.

Con el tiempo ella se dedicó a la enseñanza. Rodeada de niños, se sentía mejor y peor a la vez.
Hasta que por fin llegó Mónica. Con los mismos ojos almendra que su madre y la misma risa de su padre. Y María vivió su sueño.

Pasó sus años enseñando a todos los niños del pueblo, incluyendo danza para algunas niñas embelesadas por sus giros y sus saltos.

Y todo fue bien. Su primer nieto. El resto.

Manuel y ella felices, con el corazón contento.

Hasta que vino aquello.
Manuel, de repente, no se sentía bien. Ya era mayor, pero hasta ahora había podido seguir con sus dibujos. Incluso con sus temblores él seguía trazando líneas, aunque algo más difusas. Se había ganado la vida de muchas formas, acostumbrado desde joven, pero su pasión siempre le había acompañado.

Fue algo rápido, un mes vino y al otro se lo llevó volando.

Y ya María no fue capaz de bailar nunca más.

Al principio intentó sobrellevarlo, pero ya no se le movían los pies al compás de ningún ritmo, ya no era capaz de recordar ningún paso. Su pareja de baile ya no estaba allí para hacerla girar por el pasillo, o para robarle un beso, como los chiquillos, cuando pasaba por su lado. Ya no había alegría, su corazón se convirtió en un pozo de tristeza. Y poco a poco se abandonó al letargo. Su hija hacía lo que podía, y sus nietos, pero no había forma.

Los médicos decían que no había nada que hacer.
Ya lo dijimos, médicamente estaba bien, con achaques de la edad, pero sana.

Vivía en una residencia, para que no le faltaran cuidados. Pero con vistas a la pandemia, su hija se la llevó a casa. Allí también estaba una de sus nietas, una joven mamá que había venido a casa de su madre a pasar la cuarentena. Su pareja era médico y le daba miedo que su pequeña Mía, de año y poco, pudiera estar en contacto con el virus.

El primer día, María estaba sentada en un sillón. Ya apenas era consciente de su realidad. Le costaba reconocer a la gente, todo era una neblina delante de sus ojos, con figuras amorfas en vez de personas. No solía articular palabra, se limitaba a existir tras esa niebla.

Pero de repente sintió algo en su mano. Una sensación nueva, pero conocida. Era cálido y suave, y se concentró en ello.

Fue tomando forma ante sí una mano pequeñita y juguetona, y algo dentro de ella dio un brinco. Sintió que su corazón volvía a latir, y terminó de enfocar a una personita que la miraba fijamente.

"Ayaya". La niña la miró a los ojos directamente, y se rió. Y eso desencadenó algún mecanismo desconocido por dentro, y empezó a temblar con el sonido de la risa. Tendió su mano hacia la cara de aquella criatura, y clavó la mirada en sus ojos, que parecían un postre de almendra con caramelo.

Y sintió que quería bailar de nuevo.

jueves, 19 de octubre de 2017

Fin

Quería escribir y a la vez me daba miedo.
Soltar todo de mí, perder lo que tengo dentro.
Quedarme vacía y tener que volver a definirme.
A llenarme; encontrar mis emociones de base,
enfrentar sentimientos y caídas.
palabras que calan hasta formar heridas.

Quería escribir y a la vez liberarme,
pero el miedo sigue presente.
¿Cómo no? Cada pensamiento es un afluente
del río de ideas que siempre me acompaña.

“¿Seré suficientemente válida?
No hagas esto o te enfrentarás a la derrota”.
Ya caí, ahora sólo puedo ir hacia arriba.

Temerosa, he dado pequeños pasos.
Orgullosa, aunque a veces he dudado.

Tambaleo, caigo y vuelvo a llorar.
“¿Tendrán ellos razón? ¿Tan mala soy de verdad?”

Sacudo la cabeza para volver a entrar en razón.
“El problema no soy yo, repítetelo, por favor”.

Mis ideas vagan formando tal torbellino…
¿Cómo quieren que esté cuerda en este laberinto?

Palabras, de nuevo, afiladas como cuchillos.
Soluciones a un problema que yo veo extinto.
“Muerto el perro, se acabó la rabia”,
pero la rabia habla, habla y nunca calla.
Sigue lanzando dagas envenenadas.
No sé si quiere hacerme daño, pero igual las clava.
Una a una, en línea recta, formando filas.
Directas, todas entran, y en mi corazón expiran.

Estruendo. Todo se ha roto por dentro.
Pero ni una lágrima caerá ante sus ojos atentos.

Paso a paso volveré a casa.
Me desvestiré y desnudaré mi alma.
Entonces saldrán las lágrimas, seguramente sin consuelo.

No puedo hacer nada, hace mucho que perdí el juego.

El agua purificará los miedos,
o los hará mayores, ya no los temo.

Sé que los ojos húmedos, el hipo del llanto
y el desconsuelo suelen ser malos consejeros.

Pero esta vez me fío de ellos,
porque vienen, aunque con dificultad,
de la decisión tomada.



No volveré atrás,
esta historia está acabada.

miércoles, 2 de noviembre de 2016

#historiasdemiedo

Siento su dura mirada. Los ojos, de un color que cada vez me parece más extraño, clavándose en mí. Y un escalofrío recorre mi espalda. Siempre me sucede. Cada vez estoy más acostumbrada a sus miradas, pero cada vez siento más miedo. El terror me envuelve, porque nunca consigo reconocerle. Me intimida. Y eso me derrumba. Sus ojos recorren mi cara, mi cuerpo, juzgando cada centímetro de mi piel, cada esquina de mi pensamiento. Y lo hace fríamente. Me conoce bien, pero yo no sé qué esperar. Sabe tanto de mí que conoce mis límites, y nunca para, los cruza. Y eso me atemoriza. Me hace sentir pequeña, minúscula, y destruye la poca confianza que consigo reunir para enfrentarle. Cada día es peor, cada día va más allá y me deja llorando en un rincón, como un juguete roto.

La ansiedad aumenta cada día. Siento que me persigue, lo hace por todas partes. Siento sus ojos, su mente, su frialdad.
Me vuelvo más loca a cada momento, intentando derrotarle.

Le he gritado, le he llorado, le he implorado. Pero nunca se va, eso es lo que me responde su silencio. Y acabo donde mismo, en el mismo rincón, que ya me conozco como la palma de mi mano.

La gente empieza a notarlo.

Empieza a ser algo físico. Yo también lo noto. Me noto la irascibilidad corriendo por mis venas, me noto el cansancio de las horas sin dormir, me noto el miedo, palpable en todo lo que hago. Estoy más ausente que nunca.

Me gustaría volver atrás, a lo que tenía. No era feliz, pero era. Era algo. Ahora siento que cada vez soy menos persona, menos yo. Que me voy haciendo una nada. Una nada pequeña y vacía.

Ya no me siento con fuerzas para hacerle frente. Y dejo que su mirada se me clave como cuchillos. No tengo fuerzas para estar en pie, para aguantar su crudeza.

A veces pienso si vale la pena seguir con todo esto. Si no es hora de dejar todo atrás, todo el dolor, toda la agonía. Coger uno de esos cuchillos clavados en mi alma y hacer que mi corazón pare.
Pero no, no soy capaz. Me siento entre la espada y la pared. ¿Qué elijo? ¿La muerte o la muerte en vida?

No deja de perseguirme, cada vez tengo más claro que es ella, que esa Muerte de verdad viene a por mí. Por eso duermo con las luces encendidas, y con el cuerpo encogido, esperando que llegue. Sea lo que sea.



Otras veces espero y respiro hondo, intento ser fuerte, plantarle cara.
Y me quedo allí, de pie, mirándole.
Y el espejo me devuelve la mirada.

domingo, 7 de agosto de 2016

-Sin título-

Analiza. Analiza. Analiza. Y vuelve a repetir. Piensa, y vuelve a analizar. Y creerás que analizas demasiado, pensarás que darías cualquier cosa porque tu cabeza parara, por tener calma, minutos en silencio, en blanco, sin que una vocecita interna te diga cuantísimo te molestan las cosas.
Porque te molestan las cosas, y mucho.
A veces crees que el mundo se alinea en tu contra, simplemente para enfurecerte, para sacarte de quicio.
No eres capaz de comprender por qué la chica que se sienta delante de ti en clase no para de jugar con su pelo, ni cómo puede hacerse exactamente veintiún peinados en una hora. ¡Veintiuno! Pero te molesta. Te entra esa rabia interna que hace que en tu cabeza le hayas dado dos carpetazos por cada peinado que se hace, pero de estos que duelen, cuando estás a final del cuatrimestre y tienes la carpeta a rebosar de apuntes.
Tampoco imaginas qué gana ese compañero de fila que mueve toooooda la mesa con su maniático movimiento de pierna. No sabes si es un tic o una obsesión, pero sí sabes que hace que se te descontrolen las neuronas y pierdas el hilo de tus pensamientos. Y ese hilo se queda enredado en su movimiento, y sólo piensas: “que pare, que pare, quE PARE, QUE PARE POR DIOS, ¡QUE PARE!”
Quizás tampoco soportas la cantidad de orégano que tu madre le echa a las pizzas, o la forma en la que tu pareja saluda a sus amigos, o el diente doblado de x presentadora de la tele.
Pero sí sabes que analizas. Analizas una y otra vez, y odias interiormente.

Tal vez no te hayas parado nunca a pensar que los demás hacen exactamente lo mismo. Y te odian a ti. Odian el ruido que haces cuando mascas chicle, o, a lo mejor odian el gesto que le haces al camarero cuando quieres que te traiga la cuenta. Igual alguien también odia que muevas insistentemente la cabeza cuando entiendes lo que el profesor explica, o simplemente le caes mal a determinada persona y se limita a matarte en su pensamiento.
Pero no. No pensamos en todo eso. Nos limitamos a odiar a los demás, a juzgarlos. Y a quejarnos, porque el mundo no es como nosotros queremos, porque la sociedad es un asco, porque has perdido el autobús o porque alguien te ha empujado de camino a algún sitio, y en ese camino, tú eras lo menos importante.
Tú. Sí, tú. No mires a tu alrededor, te hablo a ti. Tú no importas para algunas personas, no les interesas, nunca se han parado a pensar en ti, ni lo harán en un futuro. Simplemente porque en el mundo hay más de siete mil millones de personas. Te lo pongo en números, por si estás espeso. 7000 millones. Y te cuesta comprender que eres insignificante, pero lo eres. Cuanto antes lo aceptes, menos dolerá, o eso dicen.
Vivimos en una sociedad tan egoísta, que sus individuos ni se dignan a mirarse a ellos mismos para conocerse, mantienen cerrados sus ojos internos, pero muy abiertos los que miran al mundo, porque criticar a los demás siempre es más divertido.
Así que tú, que caminas felizmente culpando al mundo de todo, echando mierda sobre la sociedad de la que eres parte… Algún día te das cuenta de que eres odioso.
Reaccionas, abres los ojos y no entiendes como puede alguien decir que eres un ser maravilloso, si no tienes nada que te haga especial.
Pero, quizás, es ahí donde te equivocas.
Quizás, y sólo quizás, son nuestras manías las que nos vuelven únicos, son esas cosas que odias o amas, que caracterizan a alguien. Y piensas en gente a la que quieres, y te das cuenta de cuantísimo sabes sobre esas personas. Pero no sólo conoces su casa, sus sueños o sus vidas, sino cómo tu amiga masca la punta del lápiz cuando está nerviosa, o cómo tu hermano tiene un tic en el ojo cuando intenta colarle a alguien una mentirijilla. A lo mejor tienes grabada la expresión de tu padre cuando está orgulloso de ti, o te encanta la forma en la que tu mano encaja de forma tan perfecta con la de alguien.


Y ves que, tal vez, es cierto; que la vida la hacen las pequeñas cosas.

lunes, 11 de enero de 2016

Nadie. Nada. Nunca. N.

Me ahogo.
Me ahogo en las lágrimas que no derramo.
A veces incluso me ahogo más en las que derramo. Pero la mayoría no, debo admitir mi normalidad. Debo admitir el daño en la garganta al intentar que no salgan. Al intentar ocultar todo lo que siento tras la falsa sonrisa.

La sonrisa de humo.
La sonrisa cómplice, la de "uy sí, qué bien va todo".

"No te sientes importante". Pues sí, es lo más acertado que me han dicho últimamente. No me siento importante para nada. Me veo prescindible. Por todo y para todos.
No me siento nadie. No, más bien es diferente. Me siento Nadie.

Soy ese Nadie al que no ven. Soy ese Nadie del que no se nota su presencia, ni tampoco su ausencia.
Soy ese Nadie que no tiene importancia. Soy esa persona que llama, pero no era.
La sombra que perseguimos en la calle. La sombra de lo que era. La sombra de lo que podría haber sido. Sí, esa soy yo. Ya ni siquiera soy Nadie.
Ahoro soy la Sombra de Nadie.

Y nadie quiere a las sombras. Y supongo que tampoco Nadie.

Nos enseñan que a las sombras hay que borrarlas. Que lo bueno es la luz, la claridad. Que tenemos que ser personas de Bien, y no de Mal. Porque en el Mal están las sombras.
¿Por qué, entonces, he aprendido al revés?
Se supone que aprender era lo único para lo que valía. Ahora ya ni sé.

No sé hacer nada.
Me limito a existir. Y, más tarde, a seguir existiendo.
Las sombras no tienen percepción del tiempo.
Las sombras son eternas, y eso me da miedo.
Porque no quiero ser eterna. Quiero que mi sombra termine, porque vivir infinitamente en la oscuridad me aterra. Me aterra ser Nadie por el resto de mi vida.
Me gustaría volver a ser alguien, quizás alguien diferente a lo que era. Pero alguien.



Ojalá pudiera ser Alguien y no Nadie.
Ojalá pudiera dejar de ser Nadie para ser, de nuevo, Alguien.

domingo, 30 de agosto de 2015

Entropía

Para aquellos amigos que tengáis la SUERTE de no estar familiarizados con la física y ninguno de sus términos, quizás no os suene esta palabra.

Entropía (según la RAE)(Del gr. ἐντροπία, vuelta, usado en varios sentidos figurados).
1. f. Fís. Magnitud termodinámica que mide la parte no utilizable de la energía contenida en un sistema.
2. f. Fís. Medida del desorden de un sistema. Una masa de una sustancia con sus moléculas regularmente ordenadas, formando un cristal, tiene entropía mucho menor que la misma sustancia en forma de gas con sus moléculas libres y en pleno desorden.
3. f. Inform. Medida de la incertidumbre existente ante un conjunto de mensajes, de los cuales se va a recibir uno solo.


En cristiano (¿por qué se dirá esto? Necesito una explicación diferente a la que seguramente sea la verdadera: que los cristianos eran los que hablaban castellano, supongo. Punto para quien se invente algo), que la entropía no es más que el desorden al que todo tiende según la segunda ley de la termodinámica -que para eso me lo estoy estudiando, cojones xD-.

El ejemplo más claro, fácil y ya puestos, chorra, que nos ponen a todos para que lo entendamos cuando lo explican en clase (normalmente un profesor que va de guay) es este:

La próxima vez que vuestras madres entren en vuestras habitaciones con el grito en el cielo, tachándoos de un eslabón perdido entre el cerdo y el hombre en la escala evolutiva y llamándoos cosas que no entenderéis como "gigi" (pronunciado como /llilli/), entre otras varias, no tenéis que preocuparos. Sólo tenéis que explicarles claramente que no sois desordenados, sino que, según esta ley de la termodinámica, todo tiende hacia el caos, inclusive vuestros cuartos. Y no pueden rebatiros nada.


Pero si pueden lanzarte la zapatilla voladora, creedme. Las madres ninja de esa generación no se volverán a repetir. Al menos en mi caso, ya que mi puntería viene siendo, más o menos, de nula para abajo. Mis hijos se reirán de mí en el futuro cuando la babucha me salga disparada en dirección contraria. Así que tengo que pensar en algo, como los drones. Seré una mamá dronadora, lo veo. Y mis drones aprenderán a hacerme bolsitos de crochet.

Volviendo al tema. ¿Cómo os sentís sabiendo que el caos es el caos porque tiene que serlo?
Es decir, que quizás no valga la pena tener la vida tan sumamente cuadriculada y planeada. Que siempre tendemos a dejarnos llevar porque el desorden es natural.

La naturaleza es caótica. Y nos empeñamos en ir contra ella, en nadar contracorriente. Nos empeñamos en ponernos más y más obstáculos, porque no estamos acostumbrados a seguir a esa vocecilla que siempre te grita desde dentro pidiendo libertad.

Y me pregunto por qué. ¿Por qué nos complicamos más aún la vida? ¿Qué nos lleva a dudar de nosotros mismos de tal forma que no pongamos un 2 en la respuesta del examen de matemáticas? Pues que era demasiado fácil. Aunque la raíz cuadrada de cuatro sea dos. No, no, no. No puede ser. Tiene que ser más difícil. Seguro que tengo que hallar el radio de la circunferencia, y hacer "2-pi-r". Y a partir de ahí, vamos viendo. Pero seguro que hay algo con logaritmos. Fijo, fijo.


PUES NO, LA RESPUESTA ERA DOS. 2. DEUX. TWO. ZWEI. Y EN TODOS LOS PUTOS IDIOMAS.


El sistema en el que vivimos nos exige siempre la perfección, y no nos enseña a fallar. Y fallar no es fácil. Mucho menos si tienes que aprender tú solo. A fallar se aprende fallando (no hay mensaje subliminal, tranquilos). Y parece lo más lógico del mundo. Pero nada más alejado de la realidad.

A fallar nunca se aprende. Porque seguimos viviendo en ese mundo donde la entropía la dejamos para la termodinámica, pero no para nosotros. Porque tienes que ser perfecto. Y hay que poder siempre con todo. Y tienes que hablarle bien a todo el mundo, y nunca mostrar ese momento de flaqueza. Nunca titubear, nunca tener miedo.

Tampoco nos damos cuenta de que eso es ser un ser humano, valga la redundancia. Así que cuando lo hacemos, cuando fallamos por fin, cuando nos derrumbamos, el dolor es insoportable. Porque tú no tenías que estar en el suelo, sino en la cima de la montaña. Y no sólo te has caído, sino que has arrastrado toda la mierda contigo. Y eso que parecía que habías superado, ese obstáculo que en su día saltaste, en tu caída, lo has vuelto a traer contigo, y ahora es más grande y duele más que nunca.

Y, como seres humanos, vamos dejando "lo atrasado en el pasado" e intentamos seguir adelante, subiendo. Pero volverás a caer, tarde o temprano. Y tendrás que enfrentarte a la realidad.


La realidad, la tan temida realidad es, ni más ni menos, asumir que es imposible subir con todo eso a cuestas. Que tienes que perdonarte para poder continuar tu camino. Y eso, ESO (*música dramática*), es lo más difícil de todo.
Podemos admitir que hemos fallado a nuestros amigos, enemigos, profesores, vecinos, compañeros. Nos duele admitir que también le hemos fallado a nuestra familia. Pero lo peor, lo más horrible de todo, es haberte fallado a ti mismo.

Ya habíamos dicho que el ser humano era un caos, porque esa es su naturaleza. Pues sobre todo es un caos cuando se trata del tema del "auto-loquesea".Y perdonarnos a nosotros mismos, el autoperdón, nos puede costar toda una vida. Pero confío en que algún día aprendamos a hacerlo.

Hasta entonces, os seguiré visitando por aquí.

domingo, 23 de agosto de 2015

All you need is...

Todo lo que necesitas es... ¿Amor?
Pues díselo a un mendigo, a ver qué te contesta. Y si te escupe en la cara, lo siento, por gilipollas. 

El hecho es que se necesita más que amor en esta vida para sobrevivir. Y no es que yo no sea romántica (es más, me sobra el romanticismo, ¡sudo romanticismo!), es que la vida es dura, amijos.

Cuando vemos Moulin Rouge y nos enamoramos del amor y de lo bien que les salen los números musicales sin haberlos ensayado (jajajajajaja), sumado a muchas otras cosas, podemos dejarnos llevar por esta idea y afirmar que creemos en el amor por encima de todas las cosas. Y por mí fenomenal.

Pero una cosa no quita la otra. Y podemos necesitar más que el amor para ser feliz. 

Andaba vagueando el otro día viendo la MTV (creo) y echaron un programa llamado "Ya no estoy gordo". Supongo que el título lo dice todo: en cada capítulo vemos a un adolescente americano (¿cómo no?¡Es la MTV!) a un verano de marcharse a la universidad. Pero lo que no quieren llevarse consigo son los kilos de más, así que viene un entrenador personal y los hace sudar 6-8 horas al día y les enseña a comer sano y tal. Bueno, pues vi un episodio en el que una muchacha tenía 2-3 hermanos y todos casados. Y por lo visto en su familia el matrimonio era LO MÁS IMPORTANTE DEL MUNDO. Y su padre, un cándido e inocente ejemplar de manatí (lo digo porque a él también le sobraban un par de lorzas), no hacía más que repetirle que tenía que adelgazar, que adelgazar iba a ser bueno porque sino no iba a encontrar a UN MARIDO.
Pongámonos en situación: tu hija es infeliz porque tiene un sobrepeso curioso, y a ti, machote, te da igual que tenga problemas de autoestima y de confianza. Tú lo que quieres es que se case. Y punto. Y si es infeliz, pues tú que sabes, no es tu problema. Ole tu pene, sí señor.

Pues qué queréis que os diga, yo este amor paterno-filial no lo querría. Porque esto y nada es prácticamente lo mismo.

Por poner otro ejemplo, puedo contaros que he pasado unos días algo deprimida. Y mi madre, al hablarlo con ella, no entendía qué podía pasarme. Porque estaba bien de salud, estaba bien con mi pareja, tenía todo lo que quería...
O sea, que si tengo amor... ¿Ya no me puede faltar nada? 
No os engañéis, sé que lo decía con la mejor de las intenciones, pero es que la vida no está hecha sólo de amor, por suerte o por desgracia.

Así que sí, puedes ser infeliz aún teniendo amor en tu vida. Te doy permiso.

Aunque si tienes pareja y le dices que no eres feliz, automáticamente te va a decir algo como "gracias por la parte que me toca". Y si le ha dolido, seguramente lo acompañe de una carita feliz. 

Cosas que pasan en WhatsApp.

Pero lo siento, es que la vida de una persona no puede girar en torno a otra. Pueden girar juntas, pero no la una para la otra.

En definitiva y como resumen, podemos decir que necesitamos lo que necesitamos. Ni más ni menos. Y si es amor, pues bienvenido sea al encontrarlo. Y sino, pues oye, que cada uno necesita sus cosas.

Que no nos de miedo a decir lo que sentimos, que aún es gratis, leñe.